Al entrar en la casa de la reminiscencia, abrimos una puerta a un mundo donde solo existimos nosotros mismos, empleando la única llave que entreabre este remolino de sensaciones en donde somos capaces de revolver los recuerdos; con momentos endulzados, amargos e incansables sobre las personas que han cruzado la puerta que hemos dejado entreabierta. Buscando una respuesta que contenga algún adjetivo que consiga describir y explicar o incluso a entender como esas personas que por ciertas casualidades se han atrevido a entrar en nuestras vidas.
Sin embargo, llegamos a una apertura decrépita obligándonos a juntar las piezas del rompecabezas para llegar a una conclusión coherente sobre aquellos que se marcharon y que dejaron un enorme vacío, esos que decidieron que el pomo de la puerta ya no era el que antaño fue.
Éste, al resquebrajarse desdibuja toda visibilidad que poseía llegando a hacer una gran grieta alrededor, para así formar un vacío desmesurado que conforme pasaran los días se haría considerable a la vista del "yo" más diáfano.
Dejando atrás aquellas puertas sin color, sin vida alguna, que solo nos causan congoja. Seguimos recorriendo ese largo y arcaico pasillo seleccionando qué abertura destapar como las alusiones pasadas que desentierran en este cuerpo tan moribundo, en el cual, solo se ata una ira que adopta la forma de la sombra de un cuervo.
Aparecemos en un punto de inflexión en el que abandonamos toda instancia de suplicio, desentendiéndonos de todo y a la vez de nada, en el que acabamos por salir una vez más de aquella casa.
Honestidad consigo mismo: la mejor de todas las artes perdidas.
